El ramo

LAURA RAMÍREZ

Empezaba el otoño. Era un viernes típico. Durante la tarde había llovido dejando el ambiente húmedo y fresco. En la florería, resguardadas de la lluvia, estaban listas para ser dispuestas. 
            Con cuidado las eligieron una a una, hasta formar un ramo. Largas, esbeltas, erguidas, frescas; hojas verde vivo, pétalos rojos encendidos; portadoras de aromas fragantes y dulces; en ese estado en que ya no son un botón, pero tampoco están del todo abiertas, justo cuando están por florecer pero esperan para hacerlo en su nuevo hogar. Poco a poco les quitaron las espinas de sus tallos para no lastimar a quien las recibiera. Las acomodaron de manera tal que, junto con el salal, formaron el ramo perfecto. Las dispusieron en una esponja empapada en agua fría, las forraron con pellón crema y las terminaron de adornar con un moño hecho de listón color verde musgo, íntegro, sin hilachos en sus orillas. Apenas lo amarraron, el listón se convirtió en un nuevo testigo.
            Anochecía cuando salieron de la florería en el carro repartidor. Deambularon por varias calles de la ciudad hasta que llegaron al lugar que ellas menos imaginaban: un gimnasio. Ahí las recibió un hombre maduro, gallardo. La dureza de su cuerpo contrastaba con su mirada parecida a la de un niño de tres años. Él las tomó con delicadeza y sonrió: eran perfectas para la mujer a quien se las iba a entregar, hermosas sin demasiada ostentación, justo como ella.
            Tras la puerta principal pasaron junto a los aparatos para ejercitar y subieron las escaleras metálicas rojas. El hombre las situó en la parte más alta de un guarda mochilas del área de box, arriba de todo, tan al fondo que nadie las notaba. Estaban confundidas. ¿A quién las entregarían?, ¿cuál sería su destino?
            Más de sesenta minutos después el hombre las tomó.
            Lo acompañaba una mujer de mediana edad y sonrisa franca. Las rosas opinaron que ella tenía sentimientos sinceros a juzgar por cómo observaba al hombre. También adivinaron su curiosidad, pues, discreta, las miró de reojo.
            Alejados del gimnasio, el hombre se detuvo sin motivo aparente, se colocó frente a la mujer, la miró a los ojos y le dijo que ella era única y hermosa. Estas palabras la dejaron estupefacta. Ella dio un pequeño grito ahogado, se ruborizó y, conteniendo una lágrima de felicidad, se quedó parada en el lugar; suspiró, le dio las gracias y con un hilo de voz le confesó que nunca le habían regalado un ramo de flores. El hombre respondió con certeza que siempre hay una primera vez para todo.
            Una de las flores, la más pequeña del ramo, se dio cuenta que los ojos de la mujer estaban llenos de asombro y amor. Al percatarse uno de sus pétalos empezó a abrirse.
            Darle el ramo en su primer aniversario lo hacía más especial, así lo había escuchado el listón.
            Se abrazaron, se tomaron de las manos y continuaron su camino. Él la acompañó a su destino. Cuando llegaron, entre besos, abrazos y caricias se despidieron. Ella viéndolo como una adolescente enamorada le dijo que lo quería; él como un autómata, le respondió que también la quería, que le encantaba verla feliz. Al final ella se fue extasiada y él satisfecho de ver su reacción.
En el fregadero de la cocina las sacó con cuidado de su envoltura. Con agua fresca, y toda la ternura y amor que poseía, las introdujo en el florero de cristal cortado que le había regalado su abuela. Con delicadeza las acomodó para que todas lucieran al abrir y aprovecharan al máximo el vital líquido. Por último, sujetó alrededor del florero el listón verde musgo y formó un moño. Ahí, bellas sobre la cómoda les tomó una foto y mandó un mensaje: “son divinas novio mío”. A él no le gustaba esa etiqueta, cada vez que tenía ocasión la tomaba de la cintura susurrándole que eran la mejor pareja, que a su edad él no era el novio de nadie, él era su hombre y ella su mujer
            Las rosas se movían para abrir sus pétalos y despedían su fragancia con intensidad. Cuando la mujer estaba junto a ellas, notaban que estaba fascinada y ellas hacían todo por lucir lo mejor posible. La pequeña rosa entusiasmada trataba de abrirse paso entre las demás. Cada vez que pasaba frente al florero, la mujer suspiraba, daba un pequeño salto o giraba sobre sí misma. Ellas notaban una alegría desmesurada, recordándoles el momento en que las entregaron. Las flores sólo podían imaginar que la mujer pensaba en el hombre.
            El lunes llegó y vieron cómo su dueña se arreglaba con esmero, cantaba la canción que le había dedicado el hombre y bailaba, antes de salir a su trabajo. Habían escuchado que esa noche lo vería y que él le haría saber lo feliz que estaba de que fuera parte de su vida. 
            El listón escuchó el audio de buenos días que la mujer envió. Las de ella eran palabras llenas de dulzura, sonaban a besos tronados al aire. La respuesta del hombre tan sólo fue cortés: saldría de viaje antes de lo previsto, así que cortaba todo lazo con la mujer, daba por terminada su relación. Había sido repentino el cambio en la forma de contestar, sin usar “amor” o “corazón” como había escuchado en sus mensajes anteriores; apenas la llamaba por su nombre y remataba con un “que tengas buen día”. El listón notó cómo la mujer emitía un sollozo junto con el sonido de la ropa estrujándose por los movimientos al tocarse el estómago. Entonces se estiró y puso más tensión alrededor el jarrón.
            La mujer regresó cuando las luces en el cielo habían cambiado de rojas a casi violetas. Las rosas advirtieron que tenía los ojos hinchados, la nariz roja y lastimada de tanto sonarla. Su semblante era opaco, con un rictus de dolor y tristeza en su cara. Estaban sorprendidas por ese cambio. La mujer se acercó a ellas, las tocó con las yemas de los dedos con una frialdad desconocida. Eligió a una, la acarició y luego la apretó y…, la soltó. Todas por un momento experimentaron diferentes sensaciones. No supieron qué hacer, no sabían qué había pasado, ¿por qué estaba así? Creyeron que las tirarían. Entonces escucharon:
            —No, las flores no tienen la culpa. Se quedan aquí hasta que se marchiten.
            Sin embargo, las rosas pasaron de un color rojo brillante a una combinación de magenta y vino; las orillas de los pétalos comenzaron a tener una tonalidad café.
            La mujer las seguía viendo y oliendo, como si quisiera atrapar con cada inhalación el recuerdo y amor de aquel hombre.
De todas las rosas sólo una se abrió. La mujer la comparó con el amor que le tenía a “su hombre”. Lo dijo en voz alta, externó la duda que la envolvía. ¿En realidad alguna vez fue mi hombre?, se rió. Nadie cambia tanto en tan poco tiempo.
            Semanas después, las rosas moribundas vieron cómo la mujer se acercaba a ellas. Las contempló con detenimiento, las olió una vez más. En su postura leyeron que era el final, ese sería el último día que estarían en ese florero adornado con el listón verde musgo. Sin violencia, pero con determinación fueron sacadas una tras otra, salieron del agua, sólo quedó una . . . la rosa que floreció.
Había estado en el mismo florero, con la misma agua, luz y calor todos los días. Aún cuando las demás habían elegido no hacerlo, la pequeña rosa había tenido presente la mirada de la mujer desde el primer día. Por esa razón había decidido subsistir, sobre todo cuando la mujer consideró por un momento tirarlas: eso le había recordado cómo se había aferrado a sus raíces profundas y vigorosas cuando aún permanecía cultivada en tierra. Si podía hacer que la mujer sonriera una vez más, su corta vida habría valido la pena.
            La rosa prestó atención a cómo era observada, al interés por cada detalle de su perfecta estructura: no poseía el deslumbrante color rojo vivo del primer día, sino uno magenta, marchito ya en las orillas. Ella era igual que el amor que la mujer tenía por aquel hombre, todavía vivo y rehusándose a morir.
            El listón escuchó cómo la mujer también la sacó de su florero. Quedó agua verde, podrida y mal oliente.
            Las rosas terminaron en el bote de basura orgánica junto a los restos de café. Se sentían marchitas y apachurradas. Todas, menos la pequeña rosa. A pesar de que estaba en el mismo bote, a la intemperie, la pequeña rosa juntó toda su energía. Sentía su final. Ya lo había experimentado, pero en esas ocasiones su voluntad la había hecho continuar. La pequeña se recordaba que la habían cultivado para algo más que para solo adornar un lugar, para algo que le habían revelado la mirada y la sonrisa de la mujer. Una forma de agradecimiento por florecer para ella, quizá.
            Del ramo de rosas rojas sobrevivió el fuerte, intacto e increíble listón color verde musgo que tanto le gustaba a la mujer. Lo usaría ceñido a su cabeza, juntando así lo más preciado que tenía: el razonamiento y sus sentimientos.
El listón la seguía escuchando. Se enteraba que su amor por el hombre, así como la vida de las flores, tiene un principio y un fin; que a veces no se pueden tener las respuestas cuando se quieren; que todo tiene un por qué y un para qué. Sobre todo… que nada, por más bello que sea, es permanente.

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