EL VIAJE DE DAVID
LAURA RAMÍREZ
Eran las siete de la mañana y el día empezaba para David, quien plácidamente dormía sobre su cama.
—Mijo, ya párate, son las siete y media, y se te hace tarde.
David todavía no abría sus cuatrocientos pares de ojos cuando, de sopetón, recibió una serie de aletazos sobre su cabeza que le quitó la hoja que lo cubría.
—¡Que te pares te dije!, ¿para qué me pides que te despierte, si no me vas a hacer caso?
—Má, espérate, me duelen, Má, nooo, aguanta.
—¡Qué aguanta ni qué ocho cuartos, David, te levantas en este momento y ya, no te estoy preguntando, mosquita esta! —gritó su madre, que se fue aleteando.
David se levantó resignado. Bajó al comedor, como lo hacía todos los días.
Pertenecer a la familia de los sarcofágidos era un gran honor, pero también implicaba una gran responsabilidad. Si alguien lo sabía por las múltiples repeticiones que le dijeron sus padres, era David. Pues bien, “no hay día que no llegue, ni plazo que no se cumpla”, pensó. Hoy es el día.
En el comedor se encontraban su mamá, Doña Tere, su papá, Don Doroteo y su hermana, Viry. Su desayuno consistía en un exquisito trozo de carne podrida, proveniente del basurero de la casa del 63. Como siempre, todos “pasaban” un día más.
—Siéntate de una buena vez, que esto está muy bueno —dijo Doña Tere.
—Antes de eso quiero hablar con todos.
—Ay, ¿ya vas a empezar con tus jaladas David? —le preguntó Viry—. Ya deja de comer en la cafetería de la Facultad de Filosofía, lo que fuman esos humanos te afecta bien cabrón.
—¡Niña! ¿Qué pinche vocabulario es ese? —vociferó Don Doroteo.
—Perdón, papito, se me fue —dijo Viry, entrecerrando sus cuatrocientos pares de ojos, gesto inocente que le funcionaba cada que hacía enojar a su papá.
«Esa mosquita muerta no sabe en la que se mete», pensó David, comenzando a maquinar su venganza inmediata, la cual interrumpió la voz de su padre.
—Bueno pelón —dijo don Doroteo a David, como solía hacerlo de cariño—, ¿vas a hacer que te esperemos todo el pinche día o vas a hablar?
Con voz temblorosa, David comenzó su anuncio:
—Este, mmm…, papá, mamá, engendro, perdón, hermanita bonita, les tengo que decir que, a partir de hoy, ya no seré más una mosca carroñera.
Un silencio sepulcral invadió el comedor. Los tres miembros de la familia dejaron de aletear por un instante. Doña Tere casi se cae, pero no pasó gracias a Viry, ya que voló rápidamente para sostenerla. Los ojos de Don Doroteo poco a poco se encendieron y entonces, en el momento menos esperado, comenzó a gritar.
—¿Que tú, qué?, ¡eso es imposible David, es ir en contra de tu propia naturaleza!, ¡los sarcofágidos nacimos para comer carne!
—Podrida. Carne podrida, papá —dijo Viry triunfal.
—Sí, sí, exacto, carne podrida, ¿qué carajos estás diciendo?
Doña Tere se reincorporó:
—Eso me pasa por haberte metido en la escuela Moscassori, ahí les dejan hacer lo que quieren desde larvas. ¡Ay, lo que me gano por querer ser tan moderna! Ya decía yo que juntarte tanto con esas drosóphilas no te iba a dejar nada bueno, esas mosquitas revoloteadoras son puras malas compañías.
Pero David ya estaba decidido. Nada ni nadie, ni siquiera su familia, podrían hacerlo cambiar de parecer.
—Familia, no les estoy pidiendo permiso, les estoy informando mi decisión. A partir de hoy únicamente comeré frutas y verduras. Si me aceptan o no, es cosa suya. Entiendan que no puedo dejar de ser quien soy, ésta es mi naturaleza. Sólo consideren que mi vida es muy corta, igual que la de ustedes, como para terminar peleados por lo que comeré.
David sintió un gran poder dentro de sí. No se pudo sentir más orgulloso.
Son las siete de la mañana. La alarma suena y al mismo tiempo se escucha el grito de su madre:
—Mijo, ya párate, ya son las siete y media y se te hace tarde.
Poco a poco, sus cuatrocientos pares de ojos se abren. David lo sabe, le ha llegado por medio de un sueño.
Contento y orgulloso baja al comedor y con todas sus fuerzas, a todo pulmón grita:
¡Soy una mosca drosophila!
Su familia brinca por el grito sorpresivo. Don Doroteo voltea y le responde.
—Pues claro David, siempre has sido una drosophila, ¿qué chingados te traes?
—Sí papá, pero ahora lo sé, y aunque quiera negarlo, siempre lo he sido, es mi naturaleza. Siempre quise ser una sarcofágida, pero hoy entiendo cuál es mi verdadero yo.
—Ay David, ¿ves? Te dije que dejaras de comer fruta de la Facultad de Filosofía; ese humo que echan los humanos te afecta bien cabrón.
Todo parecía repetirse sin repetir, pero nadie, sólo David, entendía la fuerza de ser, reconocer y aceptar quién era en realidad.
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