Extremaunción
IVÁN R. RUÍZ
—Media tapa de jabón en polvo y un par de cristales de jabón en barra. Tomas el cuchillo dentado para granizarlo así…
Es la primera vez que uso la lavadora en nuestra vieja casa en San Fernando. Estoy furioso. Alejandro me ha invitado a jugar y yo he quedado de ir con él después del almuerzo.
— Ven y aprende —me dices—, ¿qué vas a hacer cuando no esté?
Te lanzo una mirada de odio, arrugo mi frente rojiza por el sol y llena de acné.
— Separas los blancos y los oscuros. A los blancos les echas un chorrito de cloro, pero no tanto o la tela se… ¿me estás escuchando?
Pienso en que seguro Alejandro ya se ha ido sin mí. Nunca espera más de quince minutos.
La suave caída del agua llena el contenedor y el aparato se pone en marcha con un leve chasquido.
—¿Y?
—¿Y, qué?
—¿Qué se hace ahora?
— Esperas. Luego enjuagas, exprimes y tiendes.
—¿Podemos ver la tele mientras?
—Mejor lava los trastes.
Me resigno a pasar la tarde contigo. Joder.
***
—La paz sea a esta casa —se presenta el padre en el marco de la puerta.
El sol perezoso de la tarde ilumina su hábito blanco. Las cruces púrpuras se deforman un poco por su silueta regordeta. Tiene el cabello negro y abundante; su piel canela brilla por las perlas de sudor.
—Te rendiste, ni siquiera vas a pretender que te esfuerzas —te dice con esa voz aterciopelada que suele encontrarse al otro lado de un confesionario de roble, con el tono firme que hace eco, como en la iglesia de San Cristóbal.
Me cae mal desde el principio.
Sus manos grandes parecen cálidas, a diferencia de tu piel amarilla y tus ojeras. Tu habitación huele a enfermedad húmeda y penetrante, a dos meses con cáncer.
— No, no te perdono —te dice—. ¿Para qué quieres que venga si no es porque sabes lo que pasará?
Las lágrimas recorren nuestras mejillas. Están frías como la lluvia.
***
Un cortocircuito produce un apagón en la calle. Seguro han intentado colgarse de nuevo. La lavadora se detiene a medio ciclo.
— Te salvaste. Ven.
Encendemos un par de velas. La cocina se ilumina con un suave tono naranja. Preparas café. Hay dos tazas humeantes. Del otro lado de la mesa me sonríes sin dejar de morder tu pan con mantequilla.
—No, no sé qué estudiar aún. ¿Novia?, no. No mamá, creo que solo tú crees que soy apuesto. Sí, también te quiero.
***
Agua bendita, una flor y una veladora. Apenas entra y ya me está dando órdenes, persignando a las paredes de la casa. Tenemos las primeras dos, pero tengo que salir por la tercera.
—Ve con Dios —me despide el padre.
El viento azota la puerta a mi salida. La calle huele a caucho y a la grasa quemada de las papas fritas de los puestos. Los niños recorren el asfalto en bicicletas oxidadas, las ruedas rascan el piso, levantan piedras a su paso. Hay una casita con portón negro al fondo; aún conserva los adornos de navidad. Pago diecisiete con cincuenta por una veladora roja con la imagen de un santo que desconozco. Siempre te molestabas cuando te decía que eran más difíciles de nombrar que los pokemon.
De regreso, un pájaro se baña en los charcos en el patio, luego se aleja dando saltitos. Arranco una florecita de una de tus macetas.
La veladora no enciende a la primera. El fósforo quema mis dedos y un par de gotas de cera escurren en los escalones. Son manchas color ladrillo que se iluminan a nuestro paso.
— Por esta santa unción y su benignísima misericordia, te perdone el Señor todo lo que has pecado con la vista, con el oído, con el olfato, con el gusto y con la palabra; con el tacto, con el andar…
No me atrevo a confesar que no nos llevamos muy bien.
Tu frente está cubierta en óleo, tu sonrisa transmite paz.
Media hora de rezos. Está hecho. Gracias Padre.
***
La espuma sube al interior de la lavadora. El “chas chas” del tambor es el único sonido que inunda el día.
Ciclo suave: Delicados.
Hace dos años y nueve meses que moriste. Tu recuerdo, a diferencia de la ropa de la última carga, no ha empalidecido.
La campana vibra. Fin del ciclo. Enjuague.
***
El alma es un ser necio. Se aferra cuanto puede a este mundo, a las memorias y a los objetos cenicientos de una habitación vacía: La pintura de la cocina se ha desgastado. El pocillo en el que solías calentar el agua para café se rompió por culpa de mi hermano. Hay días en los que juro poder verte, al otro lado de la mesa, sonriente, mordiendo un pan con mantequilla.
Cargo con la ropa húmeda, por poco me resbalo. El eco de las uñas del perro me acompañan hasta el patio.
Las manchas de cera roja siguen en la escalera. Las tallé hasta sentir la carne roja y viva por debajo de las uñas. He decidido dejarlas estar.
Con pinzas de colores y en lazos de cáñamo, tiendo camisas a cuadros, pantalones vaqueros y un par de playeras que pronto se convertirán en pijamas.
Te extraño.
Te extrañé en mi graduación. Te extrañé mientras estudié psicología. Te extrañé cuando me dejó mi novia. Me tragué mis conversaciones en la oscuridad de mi cuarto, llorando bajo para no despertar a nadie.
***
El cielo teñido de un tierno fucsia empieza a palidecer. La luz coral se refleja en los cristales de las ventanas y tu silueta aparece entre las cortinas.
Corro para alcanzarte. No hay nadie, sólo el perro que mueve la cola al verme.
Tomo una silla y me siento bajo el marco de la puerta.
***
—Que Dios te bendiga, hijo —me dice el padre por último, antes de poner un escapulario en mi mano y subir a su coche.
Tiro esa maldita cosa en cuanto da vuelta a la calle.
***
El cielo oscurece.
Llueve.
Me preparo un café.
El siseo chispeante de la llama de las velas y su cúpula dorada en la cocina permanecen en lo más profundo de mi corazón. Algunas personas se dejan morir con sus recuerdos. Hay que aprender a dejarlos salir o se aferran como un cáncer. Cierro los ojos.
***
Las gotas de lluvia se estampan contra la tela. La ropa aumenta de peso. Cae del cáñamo una a una: splash, una camisa de franela; splash, el pantalón de papá. Una risa contenida brota de mis labios, ¿y qué?, mañana volveré a lavar: Media tapa de jabón en polvo, un par de cristales de jabón en barra… y quizá las manchas de la escalera se borren.
Comentarios
Publicar un comentario