Historia de amor para el niño sapo

ISMAEL BENÍTEZ FLORES


Íbamos sobre otra calle empedrada del centro de Tequisquiapan cuando Ofelia me empujó de sus piernas y le gritó a Luis que se detuviera. Moni se escurrió del carro detrás de Ofelia y Remedios, pero más tardó en hacerlo que volverse a meter, ahora conmigo, atrás.
—Está vomitando en las bugambilias, hace un ruido de dinosaurio —me dijo casi en la boca.
Sentí una lágrima de corazón en mi garganta, pero me callé, incluso para impedir que Moni siguiera dándome detalles de lo que Ofelia vaciaba: el tamal de rajas que se había cenado pasando la caseta de Palmillas, el atole y un sapo.
—No digas pendejadas —le dijo Luis, su hermano, pulsando con furia su tetris, casi golpeándolo con el volante.
Moni saltó al asiento del copiloto, a su lugar original. Remedios entró al carro, la sentó en sus piernas y se hizo una cola de caballo. Aún tenía cabello.
—¿Compramos un agua, mamá? —ofreció a Ofelia.
—No. Ya vamos a llegar —y se dirigió a mí mordiendo su pañuelo, sujetándome de las costillas—: Tú acomódate bien.
Yo me abracé bien fuerte al asiento de Moni y Remedios para evitar aplastarle la panza. Y así, todos callados, entramos a la calle Nautha, al número que he decidido olvidar, donde sería la boda de mi tío Carlos al otro día.
Él nos recibió pasado de efusivo, sobre todo con Moni, su consentida. Ella, a modo de saludo, le informó que Ofelia había vomitado.
Yo la habría pellizcado. Por naturaleza, mi prima es una artista en las mañas para ser el centro de atención. Siempre la he admirado por cómo se vale de ese afán caprichoso para obtener cosas, eso sí, impredecibles. Aquella noche, por cierto, su bocota logró que su mamá nos mandara a ayudarle a Luis con las cajas con los saleros y recuerditos que nos hicieron viajar apretados.
—Ven —me dijo Moni, indiferente a la orden, jalándome de la manga.
Adentro del carro abrió su puño. El sapo saltó a mi frente, en ella se catapultó al espejo retrovisor, en donde se pegó. Moni se abalanzó hacia el anfibio, sin el menor cuidado de golpearse o enseñarme los calzones. Así era ella, así era su pelo de hongo, así eran sus rodillas moradas, insumisas.
—¡Lo tengo! ¿Ya ves? Te dije que la abuela había vomitado un sapo.
—Ofelia no lo vomitó. Tú te lo encontraste por ahí.
—¿Cuánto a que sí?
—¿Cuánto a que no?
En eso estábamos, cuando Luis abrió la puerta.
—Aquí huele a pedo —dijo, y la azotó.
—Es el sapo —añadió Moni—, ya va a empezar la maldición.

Moni y yo hablamos hasta después del desayuno, cuando nos mandaron a la alberca. Ofelia, Remedios y los adultos, mientras tanto, se ocuparían de los pendientes. Lo que menos querían era tenernos a Moni y a mí cerca de la cocina o alborotando a los perros. Para nuestra mala suerte nos enjaretaron a Luis, la mole que aparentaba el doble de sus dieciocho años y la imbecilidad de la mitad de la mitad. Fue fácil olvidarnos de él, de su tetris y su holgazanería echados en el pasto.
La sombra de una nube de junio de 1992 humedeció mis piernas, puestas a remojar. Moni se había fastidiado de insistirme en nadar en competencias.
—Huevón.
—Tú ni sabes nadar, qué le haces.
—¿Cuánto a que te gano, marica? —dijo y se hundió.
Me puse de pie como reacción a que algo le pasara. Pese a su alardeo, yo tenía entendido que ella nunca había ido a la playa o asistido a clases de natación. Ya era extraño que estuviera en el agua: la lluvia la ponía como energúmeno.
Entonces sentí que el tiempo impactó en mi cara, como un ave al vuelo que, al contacto, estallara como bola de azúcar.
Luis aventó su tetris y corrió hacia la casa en algarabía, los perros ladraban.
Frente a mí, las caderas y las piernas de Moni eran un rehilete de nadadora de sincronizado. De pronto escuché:
—Hey, hey, niño, pts, ven.
La campana de la iglesia disparó un tronido malicioso que alcanzó a cimbrarme de angustia. Me abracé. El cielo pareció derretirse. Todas las flores de la jacaranda se desprendieron, pero se rehusaron a tocar el suelo. Su característico azul violáceo se distribuyó en enjambres para luego enfilarse en una larga cuerda flotante. Un extremo se enredaba en las piernas giratorias de Moni; el otro se perdía en la puerta de la casa, donde (después lo confirmaría), lo sostenía Ofelia. 
Cuando la cuerda de flores de jacaranda se curvó amenazante hacia arriba, comprendí que debía saltarla.
—Hola sapo, quiero decir, hola niño sapo.
Habría jurado que era Remedios atiplada. Pero no era ella. En cuanto a mí, sabía que algo se alteraba de manera permanente, aunque no podía parar de saltar para comprobar lo que era. Una fuerza me sometía a esquivar las variaciones de ritmo de la cuerda. El movimiento me hacía sentir como si de mi cuerpo se desprendiera otro. Saltaba, descalzo saltaba sin fatiga, como si me hubieran puesto en piloto automático. Nunca he sido lo suficiente atlético como para justificar mi resistencia en aquellos momentos. Sudaba sin gota de cansancio.
—¡Ayuda!
La cuerda enfureció. Rozó mi cabeza, también un tendón de Aquiles. Logré mantener el equilibrio. La misma fuerza que me obligaba a saltar, también determinaba lo que podía sentir.
Grité.
Entonces la cuerda me golpeó. Se volcó en mí un dolor ya conocido que duró lo mismo que el latigazo. Era el estrujamiento de las horas y certezas siguientes al novenario de mis padres: las fotografías de su boda, de nosotros tres en La Marquesa, en mi despedida de preescolar, en la Alameda; la puerta de su habitación, siempre descompuesta y ahora útil; los patios, los baños, la cocina, agigantados; Ofelia apagando un cerillo, vertiendo agua, canela y amor en el pocillo azul, o absorbiendo la música de los Tigres del Norte, o su bálsamo verde.
—Niño sapo, vuelve a saltar, que si te quedas ahí tumbado se me va a pegar eso que sientes y yo qué culpa tengo. Sólo vengo a contarte una historia de amor. Es mi única misión ¿entiendes?
—¡Ya tía! ¿Dónde estás?
La voz era de mi tía Remedios, por supuesto, pero no era ella. Ella no podría elegir esas palabras, ni usar esos tonos alterados. Años después me descorazonaría ser testigo de cómo esa voz la secuestraba, le arrancaba el cabello, como a mí, las fuerzas de entretener a Moni mientras cruzaba el puente al barrio de los huérfanos.
—No soy tía de nadie, niño sapo. Vengo a contarte una historia de amor.
Y la historia me empapó como un sudor violáceo durante mis interminables saltos a la cuerda de jacarandas.
“Despertarás con resaca; olerás a barajeo de naipes viejos, de humo, cerveza y acritud. Saldrás de la cama, irás por agua y, justo cuando beses la copa impía, un mazazo te vaciará de 2008. Por un escalofrío serás estocado a un ocaso de 1990, ornamentado con bolillos, café de olla y la muertita. Un oro astral impostor cargará a tu casa de Coyoacán de un tiempo impreciso, irregular, retornante.
            “En vano querrás huir de ti. Desaguarás orina turbia, pegarás tus palmas a los azulejos. Del otro lado de ellos advertirás que los Ave María provienen del pecho de Ofelia, una Ofelia llorosa de orfandad. Te negarás a escucharla, a mecerte con ella en el rosario de difuntos.
“Estarás en la habitación del patio trasero.
“La recorrerás como un gato. Te embriagarás de la displicencia de la cama tendida, de la carpeta bien lisa, con sapos bordados, sobre la cómoda. Cuestionarás al espacio, pero te responderá como ataúd.
“Habrá una veladora en medio del piso que flameará la fe de tus apellidos. La rodearás como un gato amenazado. Querrás apagarla, pero, como afuera hay una senectud recién apagada, esa intensidad de oscuridad no te será permitida. Tu soledad te obligará a guardar respeto y con ese respeto, a fundirte al serpenteante mantra de murmullos presididos por Ofelia, dedicados a su madre, quien no importa en esta historia.
“Lo que sí importa es quiénes irrumpirán: tus padres.
“Tu madre te desplazará de la cama. Tu padre la abrazará. Ambos se consolarán de las turbulencias luctuosas. En el lenguaje de sus latidos, aleteos cristalinos, te enterarás de cuán fastidiados están de ser adultos. Luego, para tu sorpresa, presenciarás sus besos, sus pieles completas, la amalgama de carne. En esos momentos, niño sapo, aún desconocerás que eso es hacer el amor. Eso sí, te cubrirás los ojos para protegerlos del incendio, pero, lo que te deshojará como a una jacaranda, será quién está en la ventana:
“Ofelia.
“Ofelia ve a hija, tu madre.
“Ofelia ve a yerno, tu padre.
“Ofelia ve a niño sapo.
“Niño sapo ve a todos.
“Leerás los labios de tu abuela. Siseos y cascabeleos carcomerán sus rosas elegías. Inyectarán ponzoña a lo que se ha atrevido a florecer en dos terrenos prohibidos: el luctuoso y el de tu presencia. La hiel de Ofelia, cascada de rosarios enunciados al revés, encharcará la habitación del patio trasero. Será su primer vómito de los que, a partir de entonces, la asaltarán como factura por maldecir a todos los ahí presentes, incluyéndote a ti, niño sapo. Aquella mancha disolverá la cama y sus ocupantes, la cómoda, las paredes, pero al tocar el vidrio de la veladora, la flama crecerá como un oro astral. Entonces un sapo viscoso en tu nariz te croará una melodía, tus ojos y los suyos se entregarán a una hipnosis ahumada que él, niño sapo, interrumpirá abruptamente para lanzarse a la veladora. La copa fulgurante caerá como golpe de basto y tú, niño sapo, aparecerás frente a todos, con forma, con carne estocada por la espada de culpas.
“Entonces, niño sapo, chorrearás un poco de sangre con arenilla de riñón. Te tambalearás a la cocina en busca de más cervezas. Y le llamarás a Moni”.
—¿Te gustó la historia de amor, niño sapo?
—No. No es de amor.
—Me aburres. Adiós.
La cuerda de jacarandas se evaporó. Las flores quedaron esparcidas por todos lados.
Moni me jaló de las manos, me las inspeccionó casi arañándolas.
—¿Lo soltaste?
—¿Qué?
—¡Al sapo! De veras que eres tonto. Tuve que meterme al agua para atraparlo, lo agarré y te lo aventé para…
Luis interrumpió el reclamo. Dijo que la abuela otra vez estaba vomitando.
A mí me dolían las piernas.

Fue una boda igual de entrañable que sus saleros y recuerditos de migajón. Moni estaba de mal humor con todos a causa de mi descuido con el sapo. Usé su indignación como pretexto para mantenerme alejado de ella, y de todos. Estaba aturdido. En lo posible, me la pasé con los perros. Quise despertar de la pesadilla, aparecer en La Michoacana, con mamá robándome de mi banana split y papá echándole coca cola a su nieve de coco. Pero tenía los lagrimales sellados. Remedios terminó por llevarme caldo de pollo, plato que Ofelia devolvió con todo y conmigo a la cocina, en donde, en privado, me limpió con un huevo y con su bálsamo verde.
—Ve a jugar —me dijo cuando iba a empezar La víbora de la mar.
 Lo habría intentado, de no ser porque, justo a nuestros pies, habían aparecido montoncitos de flores de jacaranda.

Antes de volver a México, fuimos a la Peña de Bernal. El séquito de nuera, consuegra y otras mujeres queretanas prometieron a Ofelia cualquier cantidad de cuidados paliativos con tal de que no cancelaran el plan original, que consistía en otro brindis patrocinado por unos amigos de la esposa de Carlos, dueños de un restaurante bastante floreado para mi gusto.
Ya sin cajas estorbosas, Moni y yo íbamos en el asiento trasero, cada quien en su orilla y Ofelia en medio; Luis, bueno, conducía y hacía bombas de chicle.
—¿Te acuerdas, mamá, de la higuera? —preguntó Remedios.
—¿Qué es una higuera? —se entrometió Moni.
—¿Cómo no sabes, mensa? —intervino Luis.
Entonces Remedios dejó caer todo el peso de su mano en la cabeza de su primogénito. Mi primo apenas pudo soltar un ay y mantener el control del volante. Moni y yo estábamos estupefactos por el feroz arrebato. Una bocanada de aire de la carretera nos tragó a todos, menos a Ofelia, quien tomó la palabra.
—Dame un chicle, Luis. Gracias. Y Mónica, una higuera es un árbol que da higos. Antes de que ustedes nacieran había una en el patio trasero de la casa, donde está el cuarto que fue de tu bisabuela.
Remedios subió su ventanilla. Su color vocal de siempre se quedó afuera. Un diálogo soporífero continuó entre ella y su madre.
—Los higos se daban muy ricos —retomó su conversación como si nada—, a mí me gustaban los más negros, igual que a tu mamá —se asomó a verme—, pero a tu tío Carlitos le daban asco. Le servían de proyectiles para los gatos o para los cotorros de tu viejo, mamá.
—Tu padre —dijo Ofelia.
—Un día —continuó indiferente— lo cachó aventándoles higos y le dio una corretiza, pero no lo alcanzó porque nosotras lo ayudamos a esconderse. Éramos unos niños… Nunca se me va a olvidar cuando nos agarró a cinturonazos nada más porque jugábamos a que éramos novios en una casita hecha con sillas y colchas. Tu mamá —otra vez se asomó a verme—, hizo mi velo con periódicos y nuestros anillos con servilletas, siempre fue bien curiosa, pero tu viejo, mamá, llegó tomado y…
Moni se agachaba, me hacía caras, pero no se atrevió a hablar a pesar de que se moría de ganas. Madre e hija habían entrado al escabroso tema del abuelo.
—¡Ay!, es la siguiente salida, Luis —señaló Remedios al frente—, no se te vaya a pasar—. Giró la perilla de frecuencias de la radio hasta dar con la que estaba limpia de interferencias. Tras un par de canciones sonó El baile del sapo, de Timbiriche. Como si se hubiera tratado de un canto satánico, Ofelia nos puso a Moni y a mí de su bálsamo verde en la nuca, y así quise creer que a todos nos había visitado el sapo antes de la boda. Me moría de ganas por confirmarlo pero, como Moni, no me atreví a hablar. 
—Se nos casó Carlitos, ¿quién lo diría? —dijo Remedios, en el restaurante.
—Quién diría que preferiría a tu padre —dijo bajito Ofelia como para que nadie la escuchara, pero todos lo hicimos.

El retorno de aquel Querétaro del 94 lo hice entregado por completo a un sueño, donde Ofelia, en la cima de la Peña de Bernal, se esforzaba por atrapar a las nubes para acariciar al cielo con ellas; sin embargo, a cada intento fallido, la bóveda cerúlea arreciaba su goteo sobre ella. Ambos se derretían. Desde entonces, nunca más he soñado nada. Tal vez por eso decidí estudiar psicología.

Cuando recibí la invitación para su boda en Tequisquiapan le menté la madre como si la tuviera enfrente y luego la llamé por teléfono.
—¡No mames!, ¿es en serio?
—Sabía que te ibas a quejar.
—Te pasas de pendeja, sabes que no voy a ir.
—Ya está alquilado tu smoking. Los primos de Gerardo pasan por ti y…
—¿Smoking?
—Es broma, wey, hasta parece que no me conoces. Será algo sencillo. Ya después nos vamos a la ruta del queso y el vino.
—Yo no bromeo. A la chingada Querétaro y esa pinche casa.
—Está bien, no le ruego a nadie. Sólo te digo que no es a propósito. Desde que Gerardo supo que soy la he-re-de-ra, se emperró en que allá fuera la boda. No sé, se imagina que soy como una hacendada o algo así, qué pedo.
—No que muy cabrona y que tú siempre decides y no sé qué…
—Ay, ya wey, respeto lo que piensas, pero ya no estamos chavitos. Además, me las debes…
—¿Por?
—¿Por? Por todas las pedas que armas y que a ninguna nos invitas.
—Ah sí, que ahora ya es “nos”.
—No me cambies el tema.
—Son visitas, no pedas.
—Claro, y a tu prima que se la cargue la chin…
—Ay, ya bájale Mónica, tú siempre andas en tus ensayos y la madre, y con tu Gerardo, mejor ahí la dejamos.
—¡Qué celoso!
—Sí, lo que digas, ya me voy.
—Ya, wey, en serio. Primero, sabes que te quiero un chingo, y que aunque no nos veamos como antes, te mando mensajes y así. Segundo, wey, eres mi única familia, no mames. De todos los perritos ya nomás quedamos dos, dos…
—Yo también te quiero, pero neta, ya me voy.
—Wey, espera, en serio…
—¿Qué?
—El sapo será mi padrino de bodas.
Colgué el teléfono, lo apagué, lo que provocó que a las dos horas tuviera a Moni tocando el timbre como desesperada.
—¿Qué?
—Wey, ya perdón, me pasé, era broma, pero es que…
—Sabes que para mí eso es serio.
—Ya lo sé. Perdón. Sólo que pensé que…
—¿Qué?
—Nada, pendejadas.
—Pues deja de andar de pendeja… ¿Qué haces?
—Ven —me jaló de la manga— vamos a comer. A dos cuadras hay un restaurancito chingón.
—No Mónica, siempre quieres hacer todo a tu modo, nunca piensas las consecuencias.
—Okay. Lo acepto. Mira, no te quito mucho tiempo, sé que andas con la tesis y todo eso, pero igual yo con este desmadre, dios, ¿en qué me metí?, pero por eso neta, quiero platicar contigo y bueno, me conoces, te conozco y me preocupas un chingo —me barrió con la mirada.
—¿Qué? Sí me bañé.
—Wey, yo tambien ando en pants y créeme que no me veo como tú.
—¿En serio te casas? —dije, apenas me hice consciente de que en ningún momento la había visto a los ojos.
—Vamos, wey, yo te invito.
En efecto hablamos mucho.
Durante la comida me explicó que para ella el amor era como besar y absorber un elaborado dibujo en la espuma de un capuchino; tragar su belleza en un acto también bello, lento e inocente. De esa y de otras extrañas metáforas a mí me ha tocado sacar mis propias conclusiones. Creo que en su ejemplo no hay nada de fondo y eso, precisamente, es su concepto del amor. Y era real, se casaba aunque yo me resistiera a aceptarlo.
Nos cerraron el restaurancito y de ahí caminamos sobre la calle Malintzin hasta el centro de Coyoacán. La razón por la que cedí más horas a su compañía, fue por cómo recordó a Ofelia:
—Era una cobarde —dijo a volumen que atrajo la atención de la gente de la fila en El jarocho, en donde estábamos.
—¿Cómo?
—Yo sé que la amabas, pero era una cobarde. Yo también la amaba, porque la admiraba. Fíjate, mandó a la chingada a su marido en su época y su entorno; y sobre todo, se sostuvo bien cabrón luego de enterrar a sus tres hijos. Wey, ¡los enterró a los tres y nada de psicólogos y la madre!, perdón por el presente, je, pero, mis respetos para ella, era una señorona. Y no es por comparar pero fíjate lo que pasó con mi mamá cuando Luis se fue a Tijuana, ya no salió de su depresión y yo no sé, pero creo que en ese estado su cáncer empeoró. Ofelia todavía se fue sola a buscar a mi hermano, regresó a ayudarme con ella…
—¿Entonces a qué te refieres con que Ofelia…? —dije, ya indiferente a que estábamos en un lugar público.  
—A que Ofelia le faltaron huevos para aceptar su verdadera oscuridad. ¿Sabes qué he pensado? Que el sapo que vomitó, y espera, no me hagas esa cara, prometo que es importante lo que voy a decir, que el sapo que vomitó en Tequisquiapan fue una especie de tormento por algo que ella traía y que nunca dijo. Es en serio, yo también le he dado muchas vueltas y hoy te lo digo, yo sé lo que vi y deja tú lo asqueroso, fue algo malo.
El énfasis en la palabra malo me secó la boca, me urgía una cerveza.
Era nuestro turno de ordenar las bebidas.
Moni siguió interconectando recuerdos, juicios, suposiciones. Al mencionar al tío Carlos, cuando se ahogó en su luna de miel, tiró su café a causa de la frenética verborrea a la que había llegado.
Hasta ese incidente saqué la conclusión de que mientras yo saltaba la cuerda de jacarandas, ella recibía su propia historia de amor debajo del agua. A los dos nos había perseguido el sapo durante todo el viaje a Tequisquiapan; se había regresado con nosotros, a cuajarse en nuestras vidas.
Gerardo pasó por nosotros al jarocho. Rechacé la cortesía de que me dejaran en la casa. Preferí caminar, no sin ceder en voz alta al beneficio de la duda para reconocerlo como el mejor partido para mi prima preferida. Todos nos reímos y yo me interné a las calles oscuras de Coyoacán, en donde atraje este adjetivo en la forma en que lo usó Moni, en sustantivo. Oscuridad: se desdobló para mí, me autorizó explorar la cara que quisiera. Y elegí la del amor de Ofelia hacia mí, su nieto consentido, al que colocó en este bucle:
Después de la boda de Moni y Gerardo en Tequisquiapan, en donde volveré a ver al sapo, como cuando tenía siete años, en donde me volverá a hablar mi tía Remedios mientras salto una cuerda de flores de jacarandas, regresaré a esta casa de Coyoacán, heredada después de que todos han muerto. Aún con resaca, me beberé una botella completa de tequila, gritaré a los sueños que regresen a mi vida, despedazaré la botella, bailaré el estúpido baile del sapo. Luego me iré a orinar, pondré las manos sobre los azulejos y apareceré en la habitación que ya mandé a demoler, pero ahí estaré, como espectro, recibiendo un soplo que me dotará de un cuerpo, un cuerpo que mis progenitores verán horrorizados una y otra vez durante su éxtasis desmedido en un campo lúgubre, como maldición de mi abuela que, cobarde, los condena debido a su tristeza carbonizada. Ofelia, entonces, me untará su bálsamo verde como fijador al recuerdo de mis padres en aquella circunstancia, en donde sus únicas palabras serán una y otra vez mi nombre. Y luego el sapo, con mi propia voz, me contará una y otra vez la misma historia de amor.

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