La última tormenta



 Laura Ramírez

 Mediados de octubre. Como cada año, el ciclo de la naturaleza se hacía notar; como cada año, las tormentas azotaban con gran fuerza sobre el océano.

Una mañana, al jugar entre los barcos hundidos, Teles y Pisínoe vieron algo diferente. Era una figura tendida boca arriba, inmóvil con los ojos vítreos y abiertos. Vestía una túnica color vino, una novedad para ellas, ya que en el fondo del mar nadie usa ropas.

—¿Qué criatura es esa Teles? —preguntó Pisínoe.

—Creo que es un humano. Alguna vez escuché a papá hablar de ellos, advertirle a nuestra hermana Molpe que no se les acercara. Según él, esas criaturas la considerarían una musa; su instinto primario sería atraparla para contemplarla e inspirarse siempre. Papá no soportaría que le ocurriera eso a su hija preferida —dijo Teles, de naturaleza curiosa, quien había leído y estudiado, quien tenía todas las respuestas.

Pisínoe le agradeció la información.

Ambas estaban en una especie de trance al ver el balanceo de ese ser, sobre todo cuando la corriente marina se hacía más violenta. Esto provocaba que tanto los brazos, como sus cabellos plateados, se mecieran en un vaivén hipnotizador.

Era un hombre en plena vejez. Las hermanas supusieron que estaba mucho tiempo en el sol, ya que su piel verde semi transparente presentaba muchas arrugas. Tenía las quemaduras propias de quien se expone mucho tiempo a la intemperie. Ambas lo sabían porque en primavera salían a la superficie a tomar baños de sol en las rocas y podían sentir cómo su hermosa piel blanca se estiraba y resecaba poco a poco.

—¿Estará vivo, hermana? —volvió a preguntar Pisínoe.

—No lo creo, no tiene branquias y está demasiado quieto.

—¿Y si vamos a asegurarnos?

—Pisínoe, no creo que sea prudente. Imagínate si lo está, papá nos daría tremenda reprimenda.

Pisínoe persuadió a Teles de emprender esa aventura. De cerca, ambas lo miraron con bastante curiosidad. Se preguntaban la clase de vida que podría tener y la manera en la que habría llegado ahí, cuando algo extraño sucedió. Sintieron que cierta energía emanaba del cuerpo. Frente a él, notaron una expresión diferente, parecía sonreírles. Por acto reflejo, ambas sirenas le sonrieron, sin saber interpretar el gesto, ya que las especies que viven en el fondo del mar no lo hacen, pues suelen estar ocupadas en sus propios asuntos.

La curiosidad de las hermanas se fue a un lado para dejar una mezcla de tranquilidad, amor y paz por este humano al cual, sentían que lo conocían de tiempo atrás.

Se fueron. Simplemente le dijeron adiós con un movimiento de manos, como si se despidieran de un ser querido. En ese instante el cuerpo se quedó rígido y la energía que emanaba de él, se extinguió.

El hombre se llamaba Einar. Como cada día, como parte de su rutina, se encontraba pescando lenguado cuando quedó atrapado durante la tormenta más feroz de esa temporada.

Toda su vida fue un hombre dedicado a su familia, trabajo y comunidad. Si bien, sabía que a los setenta y cinco años las cosas ya no eran tan sencillas en el mar, nunca había tenido problemas para sortear las tempestades.

Al llegar a cierta edad las personas van perdiendo a sus amigos y familia. En lo particular, esta idea resultaba difícil para Einar ya que, a causa de una tormenta, había perdido lo más importante en su vida, sus dos hijas, Astrid y Lena, en un paseo en barco, veintiocho años atrás. El hecho, además, se sumaba a la muerte de su amada esposa Freya, cuando daba a luz.

Astrid y Lena eran mellizas, cada una diferente en apariencia y personalidad.

Astrid era una joven con una belleza innegable: piel blanca como la leche, cabellos rubios como los rayos del sol, grandes ojos azules, labios delgados, modales finos, respetuosos en todo momento y algo tímidos. A Lena se le podría definir como un alma rebelde: alocada cabellera castaña y rizada, piel apiñonada, ojos traviesos, marrones, que transmitían las travesuras que tramaba, una forma peculiar de decir lo que le venía a la cabeza sin importar las consecuencias, amada y odiada a consecuencia de su honestidad.

Ambas tenían dieciocho años al momento de dejar su cuerpo físico. Empezaban a buscar su independencia, así como el amor y las ganas de formar su propia familia.

Esta fue una de las razones que más dolor y pesar le dieron a Einar, quien no pudo verlas como esposas, madres, dueñas de sus propias familias.

Desde que sus hijas partieron del mundo terrenal, las cosas cambiaron para él. Si bien no se dio por vencido, jamás volvió a tener la alegría de antaño, mucho menos sentirla al llegar a casa después de la pesca.

Una de las cosas que aprendió para mantener una conexión con sus hijas fue tejer con agujas. Era algo peculiar: un hombre alto, fornido, con la rudeza y musculatura propia de quien trabaja duro bajo el sol, en su labor de tejido todas las tardes. Sus grandes, toscas y rasposas manos tomaban con delicadeza las agujas y el estambre, en un estado de sosiego tan impresionante que parecía estar bajo el poder de un hechizo.

Con frecuencia, Einar consideraba en abandonarlo todo. Luego pensaba en los dueños de las cobijas que tejía y recordaba la misión a cumplir: abrigar a los más necesitados cuando el frío del invierno azotara el pueblo, ese frío que tan bien conocía, que vivía en su corazón y no le daba tregua.

Esa tarde de mediados de octubre se embarcó una vez más. Lo único que tenía en mente era a su familia, a sus hijas cuando eran niñas, en las incontables veces en que les contaba historias de sirenas, en cómo las ambientaba haciendo sonidos con su voz y jugando con las sombras sobre la pared. Estaba tan absorto en esos pensamientos, que no se dio cuenta del cambio de clima.

Estaba en mar abierto, demasiado lejos de la orilla para poder hacer algo, sin otra embarcación a la vista para pedir ayuda. Una y otra vez, Einar luchó para que su bote se mantuviera a flote. Usaba toda la fuerza física que poseía para mantener el timón firme, firme como sus ganas de vivir, como lo había hecho tantos años aun a pesar de su dolor.

La tormenta se acercó a su bote con violencia. Toda su rabia se apoderó de él, recordó la impotencia frente al cuerpo desfallecido de su esposa después de dar a luz; la ira al comprender que sus hijas crecerían huérfanas de madre; el dolor que sentía cuando veía a sus pequeñas llorar, vulnerables, sin poder abrazar a mamá; la injusticia de estar solo, a partir de que sus hijas perecieron en ese lugar.

Su orgullo de pescador no podía permitir que lo tragaran esas aguas como lo hicieron con las que más amaba:

—Maldito mar, no me vencerás —peleó, pero sus esfuerzos fueron en vano y la embarcación cedió.

Él y sus pensamientos naufragaron en el mar Báltico.

No estaba seguro sobre lo que había pasado. Sentía calma, se dejaba guiar por el movimiento del agua.

Llegó al fondo del mar.

Dos días después no sabía dónde se encontraba. Le era imposible definir si era día o noche. No podía diferenciar los cambios de temperatura. Desconocía si el clima era frío, cálido o templado. Sólo sabía que todo estaba húmedo, pero esa humedad podía deberse a tantas lágrimas derramadas.

Recapituló. Después se dio cuenta de que estaba muerto.

No sintió miedo, sino paz. Lamentaba, sin embargo, no haber visto a sus hijas por última vez.

Fue entonces cuando advirtió a dos criaturas acercándose poco a poco. Eran mujeres, jóvenes, según le parecieron. Una sonrisa llenó su cara. Sintió cómo una energía emanaba de su cuerpo inerte: la muerte era demasiado extraña, ¿cómo era posible que él en ese estado viera a un par de sirenas?

Era su sueño de muerte.

En Pisínoe y Teles, Einar vio a sus hijas, sus hermosas hijas que acudieron a él, a darle un último adiós.

La angustia, el sufrimiento, el dolor, se transformaron en paz cuando ellas se despidieron con un movimiento de manos. Después de veintiocho años, el mar que los había separado, los volvía a unir.

Aceptó su muerte sin resistencia, quizá pensando en el epitafio que tendría su lápida en el cementerio:

Aquí yace Einar, amoroso padre y esposo, que murió haciendo honor a su nombre, como un guerrero solitario contra el mar.

Pero en realidad había muerto acompañado, haciendo las paces con el mar y consigo mismo.

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