La venganza del nixtamal

LIDIA BARRÓN


La primera factura que te cobra el mudarte al país del norte es sin duda el no poder comer con la sazón de México.
Si vives en una ciudad fronteriza con el país azteca como su servidora que vive en Texas—, te será más fácil conseguir toda clase de productos mexicanos; sin embargo, pese a su origen, no podrás cantar victoria y pensar que el guiso que con ellos  prepararás te va a saber igual que en tu patria. Extrañarás, en primer lugar, ese delicado pero contundente golpe de sabor en tu paladar que te acerca de manera inequívoca a la casa materna, a tu barrio y a los ingredientes casi siempre frescos que te brinda la tierra en la que has crecido. Desde los cortes de carne del Norte hasta los papadzules del Sur, pasando por los inigualables tacos y los tamales verdes chilangos, nuestro cuerno de la abundancia nos regala la más exquisita cocina.
Pero olvidémonos por un momento de esa extensa variedad de sabores, y centrémonos en el que para mí es el mejor y más trágico ejemplo del "revés" culinario causado por vivir en "el gabacho": El de las tortillas.
Yo tenía menos de un mes de haber llegado al extenso territorio vaquero cuando extrañándolas horrores las busqué desesperadamente, y no fue en las enormes tiendas departamentales donde sucumbí ante ellas, sino en una modesta tienda en la que, para mi asombro, ¡encontré una maquina tortilladora! Me embargó la felicidad, compré un kilo y corrí a casa. Sin embargo, en cuanto di el primer mordisco mis expectativas rodaron por los suelos. De inmediato sentí como si todas las deidades nahuas se hubiesen confabulado en mi contra por haberme atrevido a degustar el ícono de la dieta "Mexica" en tierras gringas. ¡Saben a Cartón, huelen a rayos, y cuando las calientas tienen la consistencia de un neumático de bicicleta! ¿Qué- está pasando? ¡No!
Aunque acá las hay blancas o amarillas, de maquina tortilladora o empacadas con un montón de conservadores, recién hechas o refrigeradas, gruesas o delgadas, lo cierto es que no saben, en ninguna de sus acepciones, ni remotamente como las que recibes tras una fila de media hora en la tortillería de tu colonia.
Ese gigantesco embudo metálico donde el nixtamal se convierte en masa a fuerza de paciencia, vueltas y aspas, y que les da la textura adecuada; ese mecanismo que dispensa y aplana la bolita amarilla para convertirla en un círculo uniforme; y esa banda metálica que las transporta mientras se cuecen a fuego lento, obsequian a la vista, al olfato y sobre todo al gusto, ese placer que sólo los hijos del maíz conocemos. No "los jijos del máiz", aclaro. Aunque también los hay.
Nuestras tortillas, con su sabor a nixtamal, con su textura a veces un poco martajada, y con su doble capa de piel que al calor, son el atuendo de nuestros guisos, el traje de gala de todos los moles, la cobija tibia que los cubre, son la envoltura del regalo que representa nuestra cocina.
¡Perdóname Centéotl, Dios del maíz, por ser temeraria y retarte del lado gringo! ¡No-lo-volveré-a- hacer! No puedo prometerte que no comeré tortillas en Texas, pero lo que sí te aseguro es que rendiré culto a tus verdaderas exponentes siempre que esté en tu tierra, y divulgaré que como las tortillas hechas en México, por manos mexicanas, y con productos nacionales, ¡no hay dos!

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