Larissa
Laura Ramírez
Curiosa, la Clave de Sol veía cómo Larissa, mejor conocida como LA, recorría de un extremo a otro el segundo espacio del pentagrama. Una, dos, cinco veces, se daba cuenta de cómo LA observaba con atención a las demás notas musicales arriba y abajo respecto a ella: a los graves profundos de un barítono en Ella giammai m’amò de Verdi, que sonaban como si un enorme sapo en una cueva sacara la voz desde sus adentros; también a los sobre agudos de una soprano de coloratura, similares a los trinos de un canario, en La reina de la noche de Mozart.
LA se sentía justo en medio de todo, del pentagrama, la partitura, de su existencia en sí, invisible y plana. A lo más que ella creía aspirar era a ser cantada en el villancico Blanca navidad, cada año. ¡Cómo aborrecía ese sonsonete!, “navidad, navidad, blanca navidad…”, y ella, demasiado ordinaria, lejos de la posibilidad de ser la protagonista de alguna aria. Pensaba que, al ser tan fácil de alcanzar, cualquiera la podía entonar.
La naturaleza musical de Larissa permitía que tomara varias formas físicas y de duración con respecto a la nota negra. Ella las interpretaba así: semifusa, cuando sentía vergüenza, pues un dieciseisavo de tiempo casi nadie lo nota, a pesar de que su forma era vistosa con esa plica y los cuatro corchetes. Fusa, si hacía un berrinche y lanzaba impropios ademanes con sus tres corchetes a sus compañeras que la reñían; rogaba que en ese octavo de tiempo la dejaran en paz. Semicorchea, cuando se sentía superada por cualquiera; el cuarto de tiempo lo pasaba con su plica casi doblada, con sus dos corchetes debilitados, como hojas de un árbol a punto de caer. En corchea con medio tiempo, justo experimentaba una sensación así, sin llegar a ser un entero, con la plica ladeada, con su corchea doblada. Cuando era negra se sentía genial, esbelta, erguida, alta con su plica derecha. Pero la cosa de nuevo desmejoraba cuando era blanca: esos dos tiempos la hacían sentir un hueco en su interior, arremetían la tristeza, la inseguridad, inservible plica derecha. En fin, cuando era redonda era lo peor, pues eso significaba cuatro tiempos eternos de suplicio interminable por ser un círculo transparente en la partitura, un cero a la izquierda, un gran vacío. Y además de ordinaria, engordaba. ¿Cómo osaban cargarle cuatro tiempos de una sola vez? ¿Acaso los compositores no tenían piedad? ¡Dios, cuánta crueldad!
LA sabía que todas las notas eran importantes en el pentagrama, pero ella no lograba ver su propia valía, así se lo repitieran una y otra vez la generosa Regina, RE; la inocente Silvia, SI; la juguetona y despreocupada Miriam, MI; la entusiasta Fátima, FA; la rebelde Donají, DO; o Soledad, SOL con su admirable templanza. Las palabras de todas ellas automáticamente sonaban pianissimo.
Con frecuencia, la Clave de Sol comentaba con las notas cómo Larissa no se daba cuenta de que, al ser fácil de cantar, podía favorecer a todas las voces y tesituras: niños, adultos, hombres, mujeres, ancianos. Ella podía hacer que la armonía más complicada pudiera funcionar y fluyera como el aire al pasar a través de los orificios de un oboe, de manera natural, sin complicaciones, dando un sonido especial.
Cierto día, LA, en forma de redonda, se lamentaba de que no había más futuro para ella y comenzó a achicarse, igual que un corazón cuando se rompe por un amor no correspondido, o como una ciruela fresca al convertirse en ciruela pasa. Entonces, de la nada llegó al atril una nueva partitura. Era un aria en la que nunca había formado parte y, para su sorpresa, la pieza empezaba y terminaba con ella. No lo podía creer. Una serie de preguntas le llegaron como arpegios de la Tocata y fuga en Re menor de Bach: ¿es verdad?, ¿será posible?, ¿mis plegarias por fin han sido escuchadas?, ¿hay algo más que villancicos navideños para mí?
Se trataba de O mio babbino caro de Puccini.
Los acordes iniciales le dejaron claro que no había error; los violines dieron el preámbulo para la entrada de la soprano, quien inspiró aire, lo bajó al diafragma y, dulcemente, emitió un vibrato no forzado. Fue mágica la interpretación del primer La. Con aquel “O mio…”, Larissa transmitió todo el amor y la nostalgia que Lauretta, el personaje de la ópera, sentía por Rinuccio…
Experimentó un cosquilleo abrumador.
LA se regocijaba durante cada participación en el pentagrama. Su seguridad iba en crescendo en la medida en que la soprano la gozaba: la mujer cerraba los ojos, conmovía al auditorio más y más, hasta el calderón final.
O mio babbino caro terminó y, con una inmensa alegría que se había apoderado de ella, Larissa dio gracias de existir tal cual era.
Había notado su hermosura, esa que la Clave de Sol siempre había visto, mientras ella se ocupaba en los complejos de inferioridad.
Había entendido la importancia de su participación conjunta dentro de las piezas para crear armonías completas; también que no son necesarios los sobre agudos extraordinarios para resaltar.
Se había sentido la protagonista de la partitura, pero sobre todo, se había dado cuenta de que, a causa de ella, había sido posible aquel O mio babbino caro brillante, potente y encantador.
Había acogido cada una de las nuevas sensaciones.
Su existencia había cobrado sentido.
Ser única era su verdadero valor.
A partir de entonces, LA esperaba con otra actitud su incursión en las arias. Cada vez que participaba en alguna partitura, en extremo compleja o en extremo sencilla, se deleitaba con su propia presencia, se recreaba a sí misma como una nota bella, poderosa, única, inigualable. Paseaba de un extremo al otro del pentagrama, como solía hacerlo, pero ahora dando pequeños saltitos. Cambiaba de forma a placer: cuando era una semifusa, los corchetes giraban como lo haría un rehilete al viento, cuando era corchea, se colgaba de los calderones como si fueran lianas. En suma, asumía su poder de ser fácil de cantar por cualquier tesitura; eso significaba que sus intérpretes, como ella, se sentían especiales.
Las otras notas expresaron a LA todo lo que se habían guardado: Miriam encontró a una cómplice de travesuras; Soledad reconoció la seguridad de Larissa; Donají le agradeció lo paciente en que se había convertido; Fátima gritaba cuando sentía su empatía; Regina admitió su pasión; y Silvia fue testigo de su determinación.
Llegó noviembre. En el atril fue colocada una conocida partitura. Larissa estaba ansiosa, quería que las personas comenzaran a ensayar; deseaba sentir cómo vibraba en cada una de ellas, pues, su participación, ya fuera en una fracción de tiempo o en una nota extendida, como una redonda, tendría una razón de ser.
Empezaría una nueva aventura en aquel nuevo mundo suyo, que descubrió cuando ella eligió cambiar:
“Navidad, navidad, blanca navidad…”.
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