Naturaleza muerta

VÍCTOR ARISTA

Josué se para frente al cuadro de naturaleza muerta que Ángela le prometió terminar de pintar para él algún día. A su lado, impasible, aguarda una anciana.
En el lienzo se observa la misma cabaña que él habita, cercada por un jardín de rosas marchitas, unidas con alambrada para simular las espinas e impedir el acceso. Sobre el mismo mueble que sostiene el cuadro hay otra rosa, viva, dentro un jarrón sin agua.
Son dos regalos para darle vida a este lugar: la casa, tu casa, mi corazón, le susurró Ángela al oído, con una voz disonante, la última vez que se vieron. Josué quedó cautivo de aquella rara belleza y aceptó los obsequios.
—Hace más de dos meses que no la veo —le explica Josué a la anciana.
—¿Usted cree en las maldiciones, Genaro?
—Claro que no, señora —responde Josué, sin ánimo de discutir por la confusión del nombre.
—Pues debería empezar, Alberto. ¿Ha notado cómo las rosas de su cuadro y la del jarrón se marchitan y florecen a diario? Parece que quisieran hablarse o amarse en secreto.
Josué se inquieta ante el comentario. Se inclina para mirar más de cerca las rosas y recibe una advertencia:
—¡No lo toque!, ni aun cuando desee volver a verla más que nada en el mundo.
—¡Váyase ya! No entiendo nada. Yo no me llamo Alberto, ni Genaro. ¡Solo quiero que se vaya!
—Es que han sido tantos. Ustedes han sido tantos, Luis —dice la mujer y se desvanece en un parpadeo.
Josué cae en la tentación y toca el cuadro con la esperanza de volver a ver a Ángela: sus manos se disuelven y se integran en la pintura, como si el polvo que compone su cuerpo le perteneciera; lo mismo sucede con sus brazos y poco a poco, con el resto de él, hasta que la rosa del jarrón también desaparece por completo.
En el cuadro nace una nueva rosa. Desde una ventana se observa el reflejo del rostro de un hombre desesperado por poder escapar de la cabaña, mientras el espíritu de Ángela sigue vagando en los alrededores en busca de una nueva flor para su jardín imaginario.




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