Un bocado a la vez

CLAUDIA RODRÍGUEZ ESQUIVEL
La autora / 2019


El día comenzó como todos desde hace dos años: la alarma lenta pero potente a las seis de la mañana, la nostalgia y el vacío por el hombre que había provocado un completo cambio en su vida.
Preparada con el primer traje negro que encontró, zapatos bajos, cabello a medio hacer y apenas un poco de base, Mariana cogió su bolsa y abordó el metro, rumbo al centro de la ciudad. Unas cuadras antes de llegar a su oficina, un olor fuerte y penetrante llamó su atención: café. Este fue el detonante de un día de recuerdos con Josué, quien la enamoró de esa bebida que, si bien muchos consideran amarga, también tenía una dulzura que había que apreciar desde su aroma.
Decidió entrar a la cafetería recién inaugurada y ordenar un capuchino y una galleta. Mariana no solía desayunar nada pesado, pues siempre andaba apurada entre trabajo y trámites, compras o pendientes de sus hermanos. Ya en la caja, la señorita le ofreció acompañar su bebida con un cuernito de jamón, en paquete de promoción. Ella misma se sorprendió al aceptar.
Mientras esperaba por su bebida se percató de que había una terraza. Aún tenía tiempo, así que decidió tomar asiento en una mesa que se encontraba en el rincón. Bebió un sorbo del capuchino, dejó que la espuma se quedará en sus labios un momento. Después absorbió todo el sabor, todos los elementos a la vez. Como la vida, decía, si no, te perdías de pequeños momentos de luz y no los disfrutabas igual.
La mañana transcurrió lentamente. Mucho papeleo para realizar los trámites pendientes de un nuevo proyecto que asumía desde hace unos días. Mariana no había sentido ese estrés desde hace muchos años, cuando su vida laboral comenzaba. Añoraba esos tiempos, cuando Josué y ella convivieron mucho y se hicieron día a día más cercanos. Compartieron amigos, estudios, sus deseos de crecer e incluso de tener su propia empresa. Eso no podría ser sin él en la ecuación.
Decidió comer sola. Se dirigió al restaurante japonés que tanto le gustaba a Josué. Pidió lo que él hubiera pedido, un ramen y un rollo California. Se sentó en la mesa del fondo y comenzó el ritual que ambos siempre seguían: limpiarse las manos con la toalla caliente, separar los palillos y frotarlos uno contra el otro unos segundos, oler la sopa, identificar cada uno de los ingredientes, los fideos, la carne, los vegetales, hasta los condimentos. “A song for you” de Michael Bublé, le hizo derramar unas lágrimas, que limpió rápidamente. A Mariana no le gustaba llorar en público. De igual forma que con la sopa, hizo con el rollo. Saboreó cada uno de los elementos, arroz, aguacate, pepino y cangrejo, todo contenido en una sola porción.
Comenzó a llover. Esto no ayuda a mi ánimo, pensó. Además, los trámites del proyecto bajo su responsabilidad eran prioritarios, así que no podía dejar la oficina en ese momento.
Esa tarde en particular recordó todo lo vivido con Josué, y todos los cambios que eso había provocado en su vida diaria. Desde su partida no había sabido cómo llenar todos esos espacios que él le dedicaba. Por lo regular se la pasaba llorando en su cuarto y sin ganas de ver a nadie. Rechazaba las invitaciones de sus compañeros a cenar, a tomar una copa. Sin embargo, revivir a Josué ese día a partir de la comida, de los restaurantes, detonó otro tipo de melancolía que atrajo situaciones inesperadas.
Cruzó por su camino un señor vendiendo pan de yema. Lo identificó de inmediato por su olor característico. De no ser por Josué, de tantos viajes a Oaxaca, de deleitarse con el sabor inigualable que genera la mezcla de harina, mantequilla, sal, agua, huevo, azúcar, levadura, horneado artesanal, madera en la que se prepara la masa, acompañado de un buen chocolate de agua y amor de cada panadero, ella no se hubiera hecho adicta a esa clase de pan y no lo disfrutaría de la misma forma en que lo hacía ahora.
Ya en casa, después de disfrutar de su cena, decidió tomar un baño durante el cual dejó salir todo ese sentimiento de nostalgia, tristeza y melancolía contenida durante años y en especial durante el día, dejando que sus lágrimas se combinaran con el agua caliente. Así, sin poder contener su llanto, se fue a dormir.
Soñó con Josué, con su cara mientras estudiaban juntos, las comidas en el trabajo, el sushi, los antojitos en cada uno de los paseos por las tardes los fines de semana, los viajes que habían realizado juntos desde pequeños y todos los sabores que compartieron; también las fiestas, los amigos, las noches de desvelo porque alguno de los dos no llegaba a casa y claro, también soñó con los días en el hospital, los momentos en los que cuido de él desde que la enfermedad apareció, los tratamientos a los que se sometió y el cansancio de sus ojos tras luchar por tanto tiempo. Finalmente lo soñó sentando frente a ella, con una taza de café, con los labios llenos de espuma y con esa sonrisa particular que tenía, mientras le dedicaba unas palabras: “gracias por ser una excelente amiga, compañera, hermana”.
La alarma lenta, potente de las seis de la mañana, sonó igual. Mariana despertó con una sonrisa y con un sentimiento de paz. Decidió usar un vestido, tacones y maquillarse como antes lo hacía. Además de tomar sus cosas para el trabajo tomó una maleta en donde puso sus tenis y un pants. Después de la oficina, iría a correr a Chapultepec. Sabía que no era mucho pero que todo comenzaba con una pequeña decisión, aún estaba a tiempo de comerse el mundo, un bocado a la vez.

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